Me hago triste


     Si por alguna razón usted llegó  hasta estas líneas y cree conocerme, ha llegado el momento de realizarle una confesión.
     Si es familiar o amigo de estos tiempos, seguramente ya habré perdido o cortado sus -reiteradas- llamadas.
     Sin embargo, es probable que no haya notado mi dificultad para atender el teléfono.  Hasta el momento - y cada vez con menos cordura-  he resuelto la situación de la manera más racional en público. La mayoría de las veces, sólo silencio o apago el aparato. Y estoy seguro de que, si usted estuviese al tanto de la aclaración, me evitaría ese espectáculo que me lleva por la ira, hasta el ahogo.

     Porque me conoce, seguramente piensa que es producto de aquel año y aquellos ocho meses en que me profesionalicé como gusano de empresa. Bussines que ha cambiado de nombre tantas veces desde que entré, que es casi en vano nombrarla. Sin embargo trabajar como telemarketer, me trajo otras consecuencias.
     No son mis ex - colegas, recordando o atormentándome por mi deuda en el banco, o con la línea del teléfono. Tampoco suelen fastidiarme los llamados de las ONG´s, solicitando mi aporte para conseguir una vacuna, salvar los bosques y las ballenas, o construir una escuela. Sólo me fastidia, cuando invoco mis épocas de gusano; los fines de semana durante el trabajo solía compartir el calabozo con otros bichos que vendían para estas organizaciones, esperanza y su fuerza de trabajo.

     Entre crédulos y necesitados, trabajaban sin saber que eran ellos los que estaban siendo reventados, más que las minas de oro de una ciudad sin autoridad, los bosques o la educación.
    Hubo un llamado, que pudo haberme hecho escribir otra historia. Lo esperaba. Había planificado mi dialogo, hice mi vos más grave. Cuando le dí tembloroso al verde, escucho atento,  una grabación, me informaba que no había sido seleccionado para aquel trabajo. - “Nosotros lo llamamos”. Pero tampoco es eso.

     Ni siquiera me atormenta, aún no estar en condiciones de recibir el llamado por el cual me preparé mentalmente desde la muerte del tío Coco. Si bien, confirmaron hace ya varios años la muerte de la tía Delia, sigo esperando atender aquel llamado y contener al familiar que desde el otro lado me esté dando la noticia.

      Pero no es el miedo lo que me ahoga, no se merece ese nombre. En todo caso, el miedo a la esperanza, es la desilusión.  

     Saben, no es que crea en los rituales religiosos, mucho menos los capitalistas, pero ya está terminando el día de Pascua y sigo esperando el llamado idiota de mi progenitor. Una frase boba y llena de culpa, “¿Cómo estás?”. Y no es que me haya criado con él, también lo saben. De hecho, lo vengo disimulando muy bien.
   
     Lo que me pasea desde la ira hasta quebrarme es pensar en cómo reacciona mi hermana cuando él llama. Se vuelve dulce su voz, se pasea, ríe y termina renovada de energía y de esperanza, de que el vuelva a llamar o  sólo vuelva.  Fueron contadas las veces que sucedió, mucho menos que nuestros cumpleaños, las navidades, o las pascuas. 

     Atiendo y me hago triste.

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